Pedro Ortiz C.
Cuando frente a la crisis de valores tratamos de comprender qué se espera de una campaña de formación en valores, e indagamos sobre qué ítems constituyen la tabla de valores que debe enseñarse y debe poseer una persona, lo primero que seguramente hacemos es preguntar ¿y qué son los valores? La cuestión es que no sabemos exactamente qué son ni dónde están los valores (Frondizi2). Tampoco las listas de valores que deben formarse son coincidentes (Gil3, Stephenson9, Carreras1, Yarce10). También es interesante notar que las listas de valores para una sociedad en crisis de valores, son sólo los llamados valores éticos, pues no contienen los valores que podemos llamar físicos a falta de un término más comprensivo, y que sin duda están en relación con la esencia material de la vida, como son justamente el valor del espacio y el valor del tiempo. Estos valores estarían ligados a los valores económicos, que para la ética metafísica, idealista, no conviene relacionarlos con los valores espirituales.
Lógicamente que no es este el lugar para discutir una teoría del valor que sustente cuanto digamos más adelante. Pero, sí es preciso remarcar: 1) que los hombres son los únicos seres vivos que han sido capaces de constituirse en una sociedad organizada a base de información social que es la única que existe por fuera de los individuos; 2) que toda valoración y todo valor son clases de información social, que se pueden codificar como información psíquica consciente en el cerebro (específicamente en el neocórtex prefrontal dorsolateral) de las personas (Véase: Ortiz4, 5, 6, 7, 8). De estas premisas podemos deducir: 1) que las personas, al adscribir un valor a las cosas que producen o crean, también adquieren la capacidad de valorar sus propios actos, como buenos o malos; 2) que estas valoraciones aparecen luego en el nivel social como valores abstractos, es decir, como la información social que más tarde determina la conducta de las personas; 3) que esta determinación social de la conducta necesita de la codificación de los valores (de una sociedad) como parte de la conciencia (de cada personalidad). El resultado de estos procesos es la posibilidad de adscribir un valor, ya no sólo a los productos del trabajo social de los hombres, sino a todo aquello que determina su propia existencia: el resto de los seres vivos, el planeta, el universo. De este modo todo lo que es fuente de vida tiene valor, y todo lo que los hombres hacen dentro de la sociedad son valores; valores que pueden clasificarse a partir de cualquier principio más o menos universal. Así, pueden ser calificados y clasificados desde un punto de vista económico, religioso, lógico, estético; pero, por encima de todo, ético. En este contexto, mi cuerpo que ocupa un espacio y mi vida que se desarrolla en un tiempo son valores de esta sociedad. Pero, también el espaciotiempo donde vivo y se desenvuelve la historia de la sociedad, debe tener un valor para mí y para todas y cada una de las personas que conformamos esta misma sociedad.
Es posible que muchas veces hayamos preguntado a un estudiante, y cierta vez a algún profesor: ¿Por qué se llega tarde a clases? ¿Por qué no se cumple a tiempo con las tareas asignadas? ¿Por qué es tan frecuente plagiar en los exámenes? Tal vez en una conversación amical alguna vez hayamos tratado de encontrar una explicación para estos problemas, por si hubiera algo más esencial detrás de estas formas de inconducta, por lo común aceptadas como defectos banales, o como expresión de una idiosincrasia nacional. Pero, es también probable que no nos hayamos interrogado en serio acerca del significado moral de esta clase de problemas. Mejor dicho, no parece que problemas de este tipo hayan sido considerados como problemas que merezcan una reflexión ética.
En efecto, es posible que al tocar este asunto en alguno de los ámbitos de nuestras instituciones, la respuesta haya sido el esbozo de una sonrisa displicente, como la de quien acepta una realidad que no tiene explicación, una realidad que no puede modificarse o que simplemente es una cuestión intrascendente. Pero, esta sonrisa también puede significar que no se trata de un defecto, sino de una gracia muy personal. Hasta podría llegar a decirse que es una habilidad o virtud innata; que es la simple demostración de una posición superior que por desgracia no todos la tienen tan desarrollada como para asegurarse así el éxito personal. Hacerse esperar, por ejemplo, parece implicar una cierta autoridad. Además, no es fácil plantearse esta clase de preguntas cuando se es el actor principal, y menos cuando se es estudiante. Lógicamente que no es lo más deseable que quienes son estudiantes ahora, se hagan estas preguntas al momento de retirarse de su trabajo efectivo, una vez que están seguros de que no tendrán que asistir a clases, presentar tareas o rendir nuevos exámenes. Infortunadamente, una postergación de este tipo no hará sino aumentar la brecha entre nuestra realidad actual y el nivel de desarrollo moral esperado para uno mismo y para la sociedad; sobre todo en un momento en que la crisis moral de la humanidad debe estar por llegar a su extremo más grave, especialmente en aquellos pueblos que de modo implícito han aceptado que copiar todo lo que se hace en el mundo desarrollado es el mejor camino para lograr el bienestar o la felicidad; sin tomar en cuenta que una estrategia de desarrollo por simple imitación corre el riesgo de copiar cualquier forma, o toda forma de corrupción implícita a una relación de dominación y dependencia.
Hemos planteado tan sólo tres preguntas, tal vez demasiado rutinarias como para encontrarles el lado interesante. Se refieren a situaciones tan rutinarias, que no llamaría la atención que de inmediato se diga, que por su prevalencia, son cualidades normales que pueden, o que tal vez deban ser toleradas. Así, sólo se corre el riesgo de que al responder a estas preguntas se diga, como efectivamente se ha dicho, que son características peculiares a nuestra idiosincrasia nacional; pero, sin aludir al hecho de que es peculiar al subdesarrollo cultural, económico y moral.
Por otro lado, cuando se pregunta a quien llega tarde, no ha cumplido con una tarea o ha plagiado un examen, casi siempre se responde con una expresión de fastidio, pues casi todos experimentan la sensación de que cada uno tiene sus propias razones y que no hay razón alguna para averiguar acerca de la vida privada de cada quien. Si el interrogado es una persona madura, es posible que piense que se está vulnerando su intimidad, su autonomía, y que es bien sabido que como alumno, cualquiera puede llegar tarde, no entregar las tareas a tiempo, o que nadie puede saber todo lo que debería. Es pues rara la respuesta de preocupación, ya que no parece ser un tema de naturaleza moral; se trataría más bien de cuestiones tan banales que sólo pueden pasar como faltas que se cometen casi por la fuerza de las circunstancias.
En realidad, no sabemos bien qué clase de condiciones sociales determinan éstas como muchas otras fallas morales aparentemente banales que cometemos todos los días inconscientemente; pero que al darnos cuenta, de inmediato nos convencemos que deben ser intrascendentes y por lo mismo perdonables. En este breve ensayo quisiéramos, sin embargo, reseñar algunos intentos de explicación acerca de la naturaleza inmoral de estas faltas, que son a todas luces problemas de la conducta, toda vez que son desviaciones inaceptables socialmente de la actuación objetiva de las personas, actuación que por principio debe ser esencialmente moral. Nos referiremos sobre todo a los aspectos de la ubicación y categorización de esta clase de problemas, así como a los procesos que los determinan y a sus posibles efectos.
Desde el punto de vista de su categorización –si son faltas, fallas, incorrecciones, fallos, infracciones, errores, descuidos, negligencias, engaños, anomalías, irregularidades–, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que como cualquier forma de ruptura de las normas sociales estos problemas tienen que ser ubicados en una escala que depende de la estructura moral de la sociedad, tanto de su base tradicional como cultural, pero sobre todo económica. En realidad, la escala está disfrazada, como si estuviera detrás o antes de aquella normatividad que explica lo real, el hecho actual, con la que se pretende evitar la realización efectiva de la normatividad moral, potencial, en la conducta de cada persona.
Dentro del esquema de la normatividad social, el asunto se simplifica diferenciando: 1) los delitos, sancionados por los códigos penales y civiles; 2) las faltas morales sancionadas por los llamados códigos de ética (en realidad, códigos morales), y 3) las faltas sociales sancionadas por las reglas de cortesía (reglas que, dígase de paso, ya no se practican ni se enseñan). Hay faltas que pueden estar en uno u otro nivel, pues su ubicación va a depender de una serie de circunstancias, las que, a su vez, dependen de la escala de valores que subyace al curso de los hechos sociales reales. La cuestión es que la escala de faltas sociales es tan flexible, que muchas veces se las tolera, se las vuelve banales y por lo mismo quedan sin sanción alguna, excepto el ridículo o una intrascendente reprobación. Al no catalogarse como faltas morales, como inmoralidad, toda calificación se dirá que es sólo una frase que exagera el hecho con el fin de que el infractor dé las razones de su incumplimiento.
Desde el punto de vista de su determinación, hay varios denominadores comunes detrás de estas formas de inconducta tradicionalmente banales, entre los que destacaremos la fatalidad de una sociedad que no ha logrado desarrollar un apropiado sentido del tiempo, lo que se traduce en una incapacidad para valorar el tiempo, aunque éste sea sólo una medida del devenir. Es probable que nuestra sociedad haya desarrollado el concepto de espacio mucho antes que el del tiempo. Más aún, al delimitarse el lugar en que se vive, desde el momento en que cada hombre tiene la plena conciencia de propiedad sobre su territorio y sobre las cosas, es posible que haya privilegiado el valor del espacio, propio y ajeno. Es pues posible que la conciencia de la propia existencia, del decurso de la vida de sí mismo y de los demás, sea un logro más tardío. Esta diferencia podría mantenerse hasta el presente a tal punto que, mientras el respeto por el tiempo de los demás ya es cuestión de hábito en las culturas llamadas desarrolladas, donde la dependencia del reloj es la regla, entre nosotros la regla es la desestimación del tiempo: aceptamos como normal la desorganización institucional, desde el uso de las calles, al tomar un vehículo colectivo y entrar a un ascensor, hasta el tiempo indefinido que toma un burócrata para resolver un simple trámite administrativo, o un juez para resolver un asunto que bien sabe está afectando la dignidad, la autonomía o la integridad de una persona.
Lógicamente que el tiempo en sí no tiene valor. Pero, si nuestra vida es un valor, el tiempo viene a ser la medida del valor de toda vida que se expresa en un trabajo productivo o creativo; medida que por extensión atribuimos al universo en general y a los sucesos de nuestro entorno local en particular. Pues así “como el modo de existencia cuantitativo del movimiento es el tiempo, de la misma manera el modo de existencia cuantitativo del trabajo es el tiempo de trabajo”. “El tiempo del trabajo es la existencia viviente del trabajo…”. Recíprocamente, cuánto valoro un minuto, una hora, un día, depende de cuánta importancia dé a mi propia vida. Y no tanto como vida en sí, sino en cuanto capacidad de producir y crear. Si fuera uno consciente de sus potencialidades, cuánto lamentaría haber perdido quince o treinta minutos de una clase o de su trabajo. Cuánto de información social sin asimilar o incorporar perderá un estudiante si suma todos los minutos de ausencia a sus labores de estudio. Hasta cierto punto, saber lo que uno ha perdido no sea tanto la hora en sí, es más bien el hecho vital de no haber aprendido, producido o creado algo en ese lapso. No cabe duda que el tiempo perdido por cada persona da como suma no sólo el retraso o subdesarrollo social, sino la pobre productividad y creatividad de los pueblos subdesarrollados.
Es bien conocido, desde los puntos de vista clínico y experimental, que las lesiones de los lóbulos prefrontales –que constituyen el componente conativo-volitivo o motivacional de la conciencia (Ortiz, obs cit)– determinan una notable pérdida de la noción del tiempo. Pero esta misma relación entre la lesión prefrontal y el tiempo, podemos verla desde otro ángulo: como la relación de una estructura neocortical que por algo hemos denominado el componente moral de la conciencia (Ortiz 4, 6) y la valoración del tiempo que es determinada socialmente. No es difícil comprobar que cuando la personalidad en formación, especialmente en la adolescencia, no logra estructurar sus actitudes –frente a la sociedad, frente al trabajo y frente a sí mismo– le será prácticamente imposible dar un valor al tiempo, y es probable que experimente el tiempo sólo como la angustia de perderlo, la posibilidad de medirlo, mas no como la convicción de su valor como base de su desarrollo personal e, inclusive, de la sociedad a cuyo desarrollo debe contribuir.
No usar el tiempo es lo mismo que no tener conciencia del tiempo. Es, sin duda, interesante tener una explicación de por qué es tan generalizada la ausencia de una valoración del tiempo en el mundo subdesarrollado. Es posible que hayamos heredado de la sociedad tradicional y de la cultura, la noción del espacio, de nuestro territorio donde poder vivir; pero, al parecer, no hemos desarrollado, por lo menos en su forma acabada, la noción del tiempo dentro del cual se desarrolla nuestra propia esencia. Por algo hemos desarrollado la capacidad de memoria que nos permite recordar el pasado para proyectarnos intencional y motivadamente hacia el futuro. Pero si no usamos esta capacidad, o no la hemos desarrollado adecuadamente, ¿no se explicaría así nuestras características insuficiencias, aquellas por las que nos catalogan como hombres de cortos alcances, pequeños ante el desafío de las crecientes necesidades que nos impone el mundo desarrollado, y que por la misma razón no pasamos de extractores de bienes naturales o de simples consumidores? De la estructura económica hemos adquirido la convicción de defender nuestro territorio –desde nuestra habitación hasta nuestro país–, pero no hemos desarrollado lo suficiente nuestra convicción de defender nuestra historia, que abarca tanto los miles de años que tomaron nuestras culturas para formarse y desarrollarse, como el tiempo de nuestra propia vida, donde cada minuto en algo tiene que emplearse, al fin y al cabo en aprender, producir y crear.
Sin duda, conocer los procesos que han determinado esta deficiencia personal es aún más importante, dado que debemos saber qué hay detrás de esta suerte de déficit de expectación que adolecemos, por lo menos si es que queremos superar las limitaciones que nos genera esta insuficiencia social que no tomamos en cuenta y mucho menos valoramos.
Si siguiéramos pensando que el hombre es un primate, tal como aconsejan las ciencias naturales, es decir, un animal superior apenas más complejo que las demás especies, también seguiríamos pensando que esta característica tan personal de no saber usar el tiempo es cuestión propia de nuestra naturaleza animal. Porque una cosa es ser puntual sólo por condicionamiento o por imposición de la costumbre, y otra por la necesidad de trabajar para ganar un salario o tener un mejor ingreso. Pero mucho más personal es ser puntual porque se da valor al tiempo como atributo de la vida misma, donde el trabajo es la única manera de llegar a ser y de ser personalidad.
Por tanto, si comprendiéramos el hecho fundamental de que los individuos de la especie Homo sapiens fueron los únicos animales que hace miles de años atrás empezaron a codificar la información que se encontraba únicamente en su cerebro para guardarla en las cosas y el lenguaje por fuera de ellos mismos, fácilmente llegaríamos a la conclusión de que los hombres actuales formamos parte de un sistema supraindividual cuya organización depende de esta clase de información de naturaleza social. Por esa razón hemos definido la sociedad como un sistema (Ortiz, obs. cit.) organizado por la información social que determina sus estructuras tradicional, cultural y económica, donde ahora nacemos, nos formamos, producimos y creamos como personas.
En efecto, el hecho de que exista la información social y la sociedad significa que cada hombre tiene que incorporar y asimilar dicha información si es que ha de formar parte de esta sociedad. Como resultado de este proceso, cada individuo humano tiene que codificar esta clase de información en la forma de los sentimientos, los conocimientos y las motivaciones que llegarán a constituir la estructura neocortical superior de su conciencia. Y es esta misma conciencia la que reorganiza y estructura la totalidad del ser individual y así cada individuo humano es convertido en una personalidad (Ortiz 4, 5). Es pues evidente que esta estructura cerebral de base social no tiene por que existir en los animales.
Esta concepción implica que cada personalidad debe reflejar la estructura de la sociedad donde ha nacido y se ha formado. Pero, ¿cuánto de información se supone que necesita una personalidad para servir eficientemente a los demás, por ejemplo, en el caso del profesional de salud, tanto para la atención de los enfermos, el cuidado de los mismos y de su familia, como para contribuir al desarrollo de la sociedad? Además, ¿se puede guardar información sin organizarla, sistematizarla o configurarla? ¿Se puede recuperar toda esta enorme cantidad de información si se la guarda de cualquier manera, displicente y descuidadamente? ¿Se puede acumular toda la información social necesaria para ejercer nuestro papel social si no se emplea el tiempo debido?
Por supuesto que en el estudio, especialmente en el cumplimiento de las tareas académicas, donde se acumula toda la cantidad necesaria de dicha información social, el empleo del tiempo es fundamental. Además, toda esta información debe ser clasificada, sistematizada la base de una estructura de motivos y valores, y debemos saber que esta estructura también comprende nuestras convicciones, responsabilidades, deberes, obligaciones, aspiraciones, objetivos, intereses; que por eso es el componente motivacional de la conciencia, y que por la misma razón es el componente moral de toda personalidad. Mal haríamos en almacenar información sin objetivos claros. Por lo tanto, es imprescindible saber que tales objetivos son de naturaleza moral, que esta estructura motivacional debe ser esencialmente moral, pues sólo así cada quien será capaz de orientar su conducta –o actuación moral– en cada instante de su vida.
Es pues necesario saber también que las motivaciones morales de la conciencia no son tan fáciles de adquirir y formar. Por un lado, este es el componente de la conciencia que toma más tiempo para formarse; es un componente que a diferencia de los sentimientos no se puede formar sólo jugando; que a diferencia de los conocimientos no se puede aprender sólo estudiando Las motivaciones requieren del trabajo. Las convicciones morales se forman en el curso del trabajo. Por eso sería mejor admitir que el estudio universitario es una forma de trabajo social que exige la formación autoconsciente de normas morales y de formas morales de ser. Y así como en la infancia aprendimos las reglas morales que nos agradan y así las expresamos en nuestro comportamiento; así como en la niñez aprendimos las reglas morales que nos dijeron son las correctas, así también en la adolescencia (que en el caso de los profesionales de la salud se prolonga por muchos años más de lo usual) asumimos las reglas morales en la forma de convicciones, como la estructura de valores de nuestra conciencia.
Por consiguiente, habrá que asumir a plenitud la idea de que de este componente moral de la conciencia depende el uso el tiempo en el servicio a los demás. Y quién puede servir más que el profesional de la salud cuyo trabajo contribuye a defender y desarrollar la integridad, la autonomía y la dignidad de las demás personas, bajo la permanente aspiración de que la nuestra llegue a ser, alguna vez, una sociedad solidaria, libre y justa.
Por desgracia, también es verdad que estas son sólo aspiraciones de la humanidad. Es lamentable que la sociedad, en los treinta mil años de existencia en que adoptó su forma actual, haya optado por una organización intrínsecamente injusta. El hecho de que hayan países ricos y países pobres, ya de por sí expresa la injusticia, que no es sino la inmoralidad inherente a su estructura intrínseca. No podemos contemplar el mundo sin darnos cuenta que mientras a los ricos les falta tiempo para divertirse, a los pobres les sobra tiempo para aprender a superar sus propias insuficiencias. Sólo tomando nota de esta realidad, es posible asumir la responsabilidad de usar el tiempo para formarnos más allá de los límites que nos impone la propia injusticia social.
Aceptemos que el mal uso del tiempo, como todo acto no moral, determina una serie de consecuencias que pueden afectar a las demás personas, hasta la naturaleza misma. Así, conviene aceptar por lo menos dos de los aspectos del empleo correcto del tiempo: 1) el de sus efectos personales, esto es, que sirve para organizar nuestra actuación concreta; 2) el de sus resultados sociales, es decir, que nos puede servir para contribuir al desarrollo moral de la sociedad. En otros términos, debemos convencernos de que la interiorización de las normas que regulan el uso social del tiempo determina nuestro respeto de la puntualidad, y éste el cumplimiento de nuestras tareas, y éste, en cierta etapa de nuestra formación, que podamos rendir un examen honestamente.
En términos recíprocos, debemos aceptar que el mal uso o no uso del tiempo es fatal para el desarrollo personal y de la sociedad. Usar el tiempo debidamente es lo mismo que emplear el tiempo con responsabilidad, es decir, como resultado de una convicción moral. Felizmente, al aprender a trabajar al servicio de los demás, se forma la convicción de emplear en forma autónoma y efectiva la norma que nos obliga a emplear el tiempo en el trabajo social de toda la vida. Debemos convencernos que del mal uso o no uso del tiempo depende que tengamos menos cantidad de conocimientos, menos posibilidad de rendir un examen satisfactorio, menos posibilidad de cumplir una promesa. El mal uso del tiempo impide que tengamos lo necesario para cumplir con las exigencias de cualquier tarea cotidiana. Y si por 25 o 30 años no hemos podido aprender a controlar el tiempo, difícil, aunque no imposible, será usarlo bien en el trabajo profesional, cuando hayamos asumido la responsabilidad de contribuir de modo efectivo a mantener la integridad de la vida de otros. Si uno no desarrolla por sí mismo la convicción moral de usar bien el tiempo, de atribuir un valor moral al tiempo, es decir, repetimos, a nuestra propia vida, también será difícil que como profesionales maduros tengamos el tiempo debido para examinar, explicar, diagnosticar, pronosticar y contribuir a modificar favorablemente el curso de la historia de una persona que confió en nuestras capacidades la superación de su enfermedad o de sus problemas. ¿Tendrá el profesional de salud el bagaje apropiado de sentimientos, conocimientos y motivaciones que necesita para cumplir aquellos objetivos, si es que supuestamente no tiene tiempo suficiente para estudiar, ni para cumplir la tareas que la institución que lo educa y la institución donde trabaja le imponen?
Justamente lo que se espera de una persona íntegramente moral, que ha aprendido a usar y distribuir su tiempo durante sus etapas formativas, es que también podrá dedicarlo apropiadamente a cada enfermo; al estudio al que siempre estará obligado mientras trabaje; a la formación y mantenimiento de su familia; a su participación en las acciones sociales, políticas y administrativas a las que estará obligado como ciudadano; a la educación de quienes trabajan o se forman junto a él; al fomento del propio desarrollo personal para contribuir a transformar y superar una sociedad en extremo injusta, para fundarla de nuevo a fin de que puedan disfrutarla quienes vengan después de nosotros. Toda personalidad madura debe saber que hacer todo esto toma tiempo. Debe saber que todo ser vivo tiene un espacio, propio o prestado, pero que sólo el hombre sabe que su vida se da en un proceso que podemos medir en la forma de tiempo y que, por ello, debe saber que el tiempo es un valor; a diferencia del espacio que es un valor sólo para su dueño, y que para los demás únicamente tiene valor.
Por tanto, más que la ineficacia de los cursos y las conferencias, son las actitudes del estudiante frente a ellos lo que constituye toda una barrera que obstaculiza su propia formación profesional. Llegar tarde, no cumplir con las tareas, plagiar un examen, son faltas aparentemente banales que esconden la realidad de una conciencia no plenamente moral, para decirlo con alguna severidad. Una personalidad que no ha logrado atribuir un valor al tiempo, no sólo tiene un serio retrazo en su formación moral, sino que se constituye en un retrazo aún más serio para el desarrollo de su país, puesto que del uso del tiempo depende la realización tanto de las capacidades de la personalidad como de su contribución a la sociedad en su conjunto.
Nota
Una primera versión de este artículo fue publicado en los Anales de la Facultad de Medicina. 2004; 65(4):260-266.
Referencias bibliográficas
(1) CARRERAS, Eijo P. y otros. 2002. Cómo educar en valores. Madrid: Narcea.
(2) FRONDIZI R. 1972. ¿Qué son los valores? México: Fondo de Cultura Económica.
(3) GIL RODRÍGUEZ R. 1998. Valores humanos y desarrollo personal. Madrid: Escuela Española.
(4) ORTIZ C. P.1994. El sistema de la personalidad. Lima: Orión.
(5) ORTIZ C. P. 1997. La formación de la personalidad. Lima: Dimaso.
(6) ORTIZ C. P. 1997. El componente moral de la personalidad. Lima: Revista de Filosofía, Reflexión y Crítica (UNMSM), 1:239-252.
(7) ORTIZ C. P. 2002. Aspectos neurológicos de la motivación y la voluntad. Lima: Revista Peruana de Neurología, 2-3:21-37.
(8) ORTIZ C. P. 2004. Cuadernos de psicobiología social 2: El nivel consciente de la actividad personal. Lima: Fondo Editorial de la UNMSM.
(9) STEPHENSON J, Ling l, Burman E y Cooper M. 2001. Los valores en la educación. Barcelona: Gedisa.
(10) YARCE J. 2004. Valor para vivir los valores. Bogotá: Norma.
muy bueno he... me gusto la lectura ... tengo q hacer un informe en cuanto a esto para mi facultad ...
ResponderEliminarExtraordinario ensayo que amerita darle la preocupación y atención. Pues, los "modelos" del estado y su gobernalidad refuerzan y valan actitudes enrrolandolos como parte de la "fuerza de la costumbre" tomados por nuestra juventud -espcialmente adolescentes- q adoptan condutac o estilos de vida o filosofía de vida, que hacan q nuestra humanidad se resquebraje, y la persona se corrompa. Sin embargo, espíritus que dan aliento, oxígeno y esperanza -como lo es el presente artículo- incentivan ir en creciendo y aportar a la construcción de nuestra propia cultura, nuestros propios valos: propios de la Humanidad
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